¿Qué habría pensado Charles de Gaulle, la reina Elizabeth II, Leonid Brézhnev o John F. Kennedy al escuchar el incontenible «cucurrucucú» que brotaba de la voz de Lola Beltrán? ¿Entendían que imitaba el lamento de una palomita blanca al amanecer, y que esta no era más que el alma agónica de un hombre que murió de amor? Es difícil creer que lo realizaran así o que les interesara saberlo siquiera. Pero seguras eran dos cosas: ese lamento venía de otro país y ese país cantaba como ningún otro las tristezas.
En los años treinta, cuando Lucila Beltrán Ruiz nació, la canción ranchera aún no existía como tal —apenas los mariachis tocaban sus sones en las rancherías de Jalisco—, y para cuando joven —ahora conocida como Lola Beltrán— buscó demostrar su talento vocal, pero el género y el ambiente artístico estaban claramente dominados por hombres. La excepción había sido Lucha Reyes, quien tristemente se quitó la vida en 1944, referente de la canción ranchera hasta el día de hoy e inspiración total para Lola. Años después, con el auge de la televisión y las películas del cine de oro mexicano, se generarían las condiciones y llegaría una generación notable de mujeres intérpretes a la canción ranchera: entre ellas la primera seria Lola Beltrán, y le seguirán Flor Silvestre, Lucha Villa y una joven Chavela Vargas.
A pesar de las dudas iniciales por parte de un joven Tomás Méndez para que Lola interpretara sus canciones, poco a poco se fue forjando una mancuerna fructífera entre ambos, en la que Lola sumaría un abanico de sentimientos a sus composiciones: fuerza interpretativa, voz incontenible, dulzura, lamento y melancolía. Así nace Voz e inspiración de Lola Beltrán (Interpretando Los Mayores Éxitos de Tomás Méndez S.).
«Huapango torero» reafirma lo que venimos proponiendo, Beltrán no es solo una vocalista formidable sino también una talentosa intérprete, hilando una escena de narrativa literaria preciosa y fulminante —de esas que las rancheras solo pueden— sobre la muerte “heroica” de un niño que anda en muletilla y trata de medirse con un toro a plena luz de la luna, sólo para perecer en el intento: “Toro, toro asesino / Ojalá y te lleve el diablo”. Como una cara inversa de la moneda de el «Cucurrucucú», «Paloma Negra» es una interpretación agónica de borrachera y desamor para los trasnochadores, uno de los temas más imprescindibles del cancionero de Tomás Méndez y, por lo tanto, del cancionero mexicano. Cabe la duda de cuál de las dos versiones de esta canción es más icónica, si la de Chavela Vargas o la de Lola; de valientes sería quien se animara a decirlo. “El aguacero” es un corrido que funciona como una oda al cielo nublado y a las primeras lluvias, donde volvemos a escuchar todo el potencial de la voz poderosa de Lola y de su personalidad en mayor plenitud, es el despliegue de voz de una mujer que se sabía destinada a trascender. También está “Bala perdida” y “Gorrioncito pecho amarillo”, que serían recordadas como otras de las pistas esenciales de la dupla Méndez/Beltrán.
Pocas son ahora las personas que recuerdan a Lola luciendo los más hermosos vestidos, los más bonitos peinados, cantando rancheras como nadie antes, mientras intentaba volar con las manos en el escenario. Pavel Granados, en su fervoroso texto llamado “A pesar de la enorme distancia: Lola Beltrán”, define la experiencia de sus interpretaciones como “el equivalente al ballet de Amalia Hernández o un mural de Diego Rivera” y complementa: “Fue Lola, la síntesis de lo que México buscó representar como su música durante varias décadas.”