Una estatua de Rigo Tovar engalana una de las avenidas principales de su natal Matamoros, Tamaulipas, un pequeño rincón de la frontera de México con Estados Unidos, entre el río Bravo y el Golfo de México. Aunque la historia no empieza ahí, sino unos cientos de kilómetros frontera adentro, en Houston, Texas. Ahí un jóven Rigo se ganaba la vida a fines de los sesenta con oficios manuales, mientras alternaba con varias bandas, antes de formar el grupo Costa Azul junto a sus hermanos y amigos. Producto del contacto en Estados Unidos con el rock anglo, su imagen contrastaba con la de otros cantantes de cumbia: ropa de cuero, pelo largo y lentes oscuros. Más cerca del heavy metal que de la música tropical.
En 1972 Costa Azul lanza su primer disco, que muestra bien el sonido que Rigo y sus hermanos buscaban: cumbias, baladas y boleros con formación eléctrica, donde dominaba el sonido del órgano y las guitarras psicodélicas, muy la manera de Los Ángeles Negros y otras agrupaciones de la “nueva ola” (término usado pero discutible, por cuanto sería mejor describirlos como «bolero beat») , mezclado con la propuesta tropical de Mike Laure. “Matamoros querido” es el canto de añoranza a su ciudad natal, pero el disco ya demuestra el sentimiento de Rigo con los temas románticos: “Lamento de amor” es uno de sus temas más recordados, pero también destacan baladas como “No son palabritas” o “Celos de luna”, o una versión instrumental de “Vereda tropical” de Alberto Domínguez.
Con el paso del tiempo, Rigo Tovar se convertiría en una de las figuras más significativas de la música fronteriza y es muy recordado su recital de 1981 en el lecho del río Santa Catarina, en Monterrey, que convocó a más de 300 mil personas, según registros de la época. Pero menos conocida es la anécdota del disco Dos tardes de mi vida, grabado en 1974 en los legendarios estudios Abbey Road de Londres, que alquiló el matamorense cuando viajó a la ciudad británica para atender los problemas de vista que lo aquejaron toda su vida. Rigo Tovar falleció en 2005 y sigue en el imaginario norteño como ícono cultural del siglo XX.